Mutaciones de la Primera línea: Del Che Guevara al Matapacos

El movimiento de calle se expande como una fuerza social sin programa, ni orden deseado y ha resistido toda decisión neutralizadora proveniente de las "elite de curules".

Por Mauro Salazar J.

Por estos días se ha abierto una tercera fase de inéditos antagonismos incompatibles con el texto de la difunta gobernabilidad. Hoy más que nunca el problema radica en una «clase política» (auto/reproductiva) cuya «porfía irrevocable» impide avanzar hacia los nuevos territorios de la ciudadanía y proponer otros «ejes» de subjetivación. A la sazón el desgastado formato de análisis politológico que abrazan diversos Think Tank esta cautivo de la dimensión transicional-normalizadora y se resulta abiertamente regresivo en materia de conflictividad social. Adicionalmente, ello no ayuda a dimensionar -«empatizar» se dice por estos días- con las petrificadas formas que cinceló la modernización para gestionar el régimen de la vida cotidiana. Y es que son precisamente las formas de vida en opresión, en su dimensión subjetiva y antropológica, aquellas dimensiones laceradas por una calle que, en su excepcionalidad, no cede ante la estrecha verticalidad de las epistemologías transicionales.

Sin embargo, y contra toda evidencia nuestros cortesanos de turno (pastores letrados, sociólogos y politólogos innombrables) se mantienen aferrados al tiempo histórico de la «democracia cesarista» con su desgaste representacional. Tal «sociología de Palacio» no ha dimensionado todos los alcances del 15 de noviembre en la llamada «cocina». Si bien, la derecha que lidera Mario Desbordes avanza ligeramente hacia la derogación de la letra pinochetista/guzmaniana y promueve un «piñerismo de la reforma» -que está por verse en pocos meses- esto puede abrir escenarios llenos de incertidumbre, dado el quiebre irreversible de la derecha.

Con todo en abril cerca de la mitad de la fuerza coalicional de la derecha o al menos un tercio, debería establecer algunos mínimos acuerdos programáticos con el progresismo neoliberal que comprende el campo de la Concertación (el universo de los Lagos Weber, Burgos y los Girardi….¡de Boric, quién sabe¡). Y es, precisamente, este juego de articulaciones políticas que junto a la órbita del piñerismo deben ofertar un «elitismo plebiscitario» de las transformaciones centristas. Pero esta divisoria es precisamente el «nudo gordiano» de este eventual escenario.

La «línea divisoria» entre establihment -duopolio progresista- puede establecer las condiciones de fractura, oposición y radicalización de la insurgencia de calle. A ello se suma un Presidente sin política que tiene la obligación de jugar un rol estratégico aunque en ningún caso lideral dentro del proceso en cuestión.

En suma, toda articulación del progresismo concertacionista con el mundo del Piñerismo debe comprender una operación cuidadosa donde las primeras aproximaciones serán con el mundo radical y la Democracia Cristiana. Pero bajo está hipótesis no solo será la «primera línea» de calle quién agudizará posiciones políticas contra el «juego de tablero» de la clase política, sino también una amplia «capa media popular» y movimientos ciudadanos serán aquellos grupos que mirarán con absoluta sospecha los modos institucionales y jurídicos con que se deroga la constitución pinochetista (letra chica y demáses) por una desgastada dirigencia binominal.

La nueva fase de conflictividad que se abre hacia abril girará sobre el acto sacrificial del piñerismo. Pero ello no sólo comprende la piñerización de la protesta social en términos de restitutir una «derecha masónica» o semi-liberal, sino que puede ser la rifa donde la clase política pavimente a tientas la capitulación de Piñera (» la caída del apostador full time») como «moneda de cambio» para obtener la aprobación de la insurgencia y así poder aplacar una calle cada día más rizomática (destituyente/derogadora).

Si bien, la derecha aún utiliza la «figura prudencial» del republicanismo -cultura institucional- para salvar al Presidente de turno, ello se deberá enfrentar ante el sopor y hastío de los movimientos de calle que aún no despuntan en un vocabulario político.

En suma, de un lado, tenemos el déficit político de nuestro «viciado parlamento» (¡grieta¡) y, de otro, la falta de «densidad etnográfica» para entender el mosaico insurreccional que se juega en las calles. Por ejemplo, una calle devocional que utiliza banderas mapuches, litúrgica, tan nihilista como religiosa, y que ha erigido a un perro a la intemperie (¡Matapacos, un callejero por derecho propio¡) como icono de la protesta social sin partidos, ni programas. A ello se agrega un tercer momento que difícilmente se resolverá antes de un lustro, a saber, cuál es el «orden deseado» que busca la «primera línea», o bien, de aquí en más vamos a pensar el movimiento de calle bajo la figura inasible de su propia finitud de momento inaudible, innegociable y diluviana.

Quizá hay que iniciar la pregunta por un imaginario del orden que se desprenda de las lógicas de abuso depredador que el campo institucional codificó durante casi tres decenios. De otro modo, la interrogante por el «horizonte deseado» será siempre una pregunta diferida y librada al vacío de su propia infinitud (impolítica). De allí que nuestros barones políticos siguen porfiando con una política del pacto instrumental, obviando dimensiones fundamentales de subjetividad y vida cotidiana que nuevamente pretenden ser aplacadas y neutralizadas con el agotado recurso de los «acuerdos palaciegos».

Adicionalmente es necesario comprender que la «primera línea» no puede ser leída por nuestra «izquierda neoliberal» como la disrupción odorífica, anecdótica y carenciada que narran nuestros «pastores letrados» (pienso en los rectorados semióticos que maltrataron a la «indiada») que a punta de «clasismo cognitivo» y sarcasmos motejaron a la «primera línea» de descerebrados y anómicos volviendo al ancestral miedo a las masas.

Nuestra clase intelectual no puede obrar como el «policía epistemológico» que con un bate discursivo golpea la alteridad de la calle en toda su interdicción.

Si la miopía de nuestra política institucional consiste en obviar que la insurgencia de calle se sigue radicalizando, diversificando y multiplicando en sus estrategias, es más complejo asimilar las estrategias de imaginación popular que no riman como articulaciones hegemónicas o «cadenas equivalenciales» (Ernesto Laclau y las lecturas del FA), sino como un conjunto de movimientos y cuerpos. La unidad fundamental en nuestra parroquia es eminentemente institucional, en cambio en la Argentina responde al movimiento y la deliberación, o bien, como lo ha dicho el propio Horacio González a una «sensibilidad social muy argentina».

Finalmente, la pregunta por el «orden deseado» no puede estar entregada a la prepotencia de los «mesías hermenéuticos» y sus mitos de orden y consumo. Pero ello implica tiempos, inflexiones y palabras tendientes a la vertebración de la calle y sus rizomas. Qué duda cabe. Nuevamente estamos contra el reloj.

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