Kamala: de una crianza feminista y progresista a una carrera sin ortodoxias y con carisma

A los 56 años, Kamala Harris, la ahora exsenadora elegida por Joe Biden para ser su vicepresidenta, no cabe en ningún estereotipo político estadounidense: hija de inmigrantes y producto de su sueño americano, fue criada como feminista y progresista, pero rompió el techo de cristal una y otra vez con una mirada pragmática del poder que le garantizó un arco aliado muy heterogéneo.(Télam)

Cuarenta horas antes de asumir como vicepresidenta, Harris presentó su renuncia como senadora al gobernador de su estado, el californiano Gavin Newsom: «No es un adiós, sino un hola», escribió a poco de convertirse en la titular de la cámara alta del Congreso y el voto que dirimirá en cada votación el empate que dejaron las urnas.

La historia de Harris, un personaje central de la política estadounidense a partir del miércoles, no se parece al de ninguno de sus antecesores.

Su historia familiar le ganó muchas veces el apodo de «la Obama femenina». Nació en 1964, tres años después del expresidente y, como él, es hija de inmigrantes, formada en Derecho en una reconocida universidad y dueña de un innegable carisma y de un discurso difícil de encasillar.

Tras el divorcio de sus padres -un profesor de Economía de Jamaica y una médica endocrinóloga y nutricionista de India-, Harris y su hermana Maya fueron criadas en los años 60 y 70 rodeadas de académicas exitosas amigas de su madre y de voces feministas y progresistas del movimiento negro.

Esto les imprimió a ambas una mirada del racismo, la justicia social y el sistema penal desde la mirada de la clase trabajadora del barrio y las experiencias de la lucha civil de su entorno, que hoy le permite hablar fácilmente con los sectores progresistas del Partido Demócrata.

Pero el mundo académico también les enseñó a las hermana Harris desde temprano a codearse con la élite política, un aprendizaje que hoy le permite mantener una buena relación con la otra parte del partido, la mayoritaria y la más tradicional.

En 1990, con solo 25 años, Harris asumió como la vicefiscal general de Oakland, su ciudad natal en California, en momentos en que el entonces presidente, el demócrata Bill Clinton, pedía mano dura para frenar a las pandillas y dar pelea en la guerra contra las drogas.

Ocho años después, Harris asumió como vicefiscal general de la ciudad vecina de San Francisco y, en 2003, tras chocar con la gestión que quería que los menores de edad fueran juzgados por cortes ordinarias, sorprendió a todos y desafió a su jefe en las urnas.

Harris ganó pese a no tener grandes conexiones partidarias y se convirtió en la primera fiscal general de distrito mujer de San Francisco en un momento en que el 95% de las personas que ocupaban ese cargo en el país eran blancas y el 83%, hombres, según reseñó en aquel momento la revista San Francisco Magazine.

Ocupó ese cargo electivo durante seis años y, en ese período, consiguió tanto aliados como detractores.

Víctimas de abusos sexuales cometidos por la Iglesia Católica la acusaron de ignorarlos y los sindicatos de policías le declararon la guerra luego que se negara a pedir la pena de muerte al asesino de un oficial de 29 años.

Desde esta época, el mantra de Harris ha sido «una política inteligente» contra el crimen en vez de mano dura, según recordó hace unos años The New York Times.

Su pragmatismo, su carisma y su fama de jefa severa pero comprometida le permitieron comenzar a cosechar importantes aliados en el Partido Demócrata y, en 2010, se animó a dar un nuevo salto inédito y ganó la elección de fiscal general de California.

En esa elección, solo uno de las decenas de sindicatos de policías la apoyó. Cuatro años más tarde, cuando fue reelecta, la apoyaron casi 50 sindicatos de la fuerza.

Mientras Harris se hacía más fuerte en California y ampliaba su base de apoyo, aún entre las fuerzas de seguridad, también crecía en las filas del Partido Demócrata como una nueva voz progresista y feminista.

El salto a la escena nacional lo dio en 2016 cuando se convirtió en una de las pocas senadoras negras del país y, rápidamente, en una de las dirigentes más articuladas e implacables frente a la misoginia, el racismo y las políticas económicas del Gobierno de Donald Trump.

Cuando decidió presentarse como candidata en las primarias presidenciales demócratas en 2019, sus críticos más duros le recordaron que no cambió de ninguna manera significativa el sistema de brutalidad y racismo policial y penal en California, como lo demostraron las recientes protestas multitudinarias en ese estado.

Pero un número aún mayor de aliados destacó su perseverancia para ascender en un mundo de hombres blancos, desafiar el discurso de mano dura e impulsar una mayor integración social, aunque siempre lejos de las propuestas -vistas por esos mismos aliados como muy extremas- del ala progresista del Partido Demócrata.

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