Nueva Constitución: tiempo de diálogo y razón

Por Miguel Reyes Almarza, periodista e investigador en pensamiento crítico.

Dependiendo del avance de las obras de remodelación que se realizan en el ex Congreso Nacional, los 155 constituyentes electos comenzarán a sesionar para redactar la nueva Carta Magna que regirá los destinos de nuestro país.

La tinta de los acuerdos comenzará a derramarse sobre la hoja en blanco específicamente entre los meses de junio y julio cuando el actual mandatario convoque a la asamblea en pleno.

Un cambio paradigmático de alcance mundial, ya que por primera vez en la historia de nuestro país todos los representantes llegan por elección popular y los escaños obedecen a una paridad de género nunca antes vista en otra parte del planeta.

    Miguel Reyes Almarza

Más allá de los datos específicos de su funcionamiento que ameritan un texto de carácter más legal, se hace necesario poner atención en la mecánica de los acuerdos, esa que determinará cada uno de los artículos allí suscritos y que deberá ser producto del legítimo debate entre los allí presentes, sin embargo, y dada la bochornosa experiencia de los debates presidenciales y los griteríos destemplados en el parlamento, donde difícilmente surge el intercambio de ideas, es que se encienden las alarmas respecto de la voluntad para los acuerdos.

Si hay algo que nos ha separado históricamente como sociedad ha sido la constante satanización de los procesos de diálogo, aquella que difícilmente avanza más allá de la negación del otro como productor de razón. Desde hace mucho la gente rehúye al intercambio de ideas y se aleja rápidamente ante la mera posibilidad de un debate abierto, sobre todo cuando este tiene que ver con sus responsabilidades ciudadanas. Basta con mencionar la palabra discusión para que se dibujen muecas de desgano en los rostros de los implicados, si a eso le agregamos el adjetivo político la adhesión decrece ostensiblemente.

Discutir se volvió sinónimo de pelear y nadie quiere pelear, más aún cuando hemos estado peleados tanto tiempo producto no solo de diferencias culturales, sino también debido a la aplicación forzosa de un discurso acerca del éxito basado en la competencia y, por tanto -parafraseando al gran Humberto Maturana- en la anulación del otro como un igual, así como también la ejecución específica de leyes dictatoriales que impedían las reuniones y todo tipo de asociación. Ignominia que tuvo como resultante perversa y dirigida la eliminación de la discusión en el aula, considerándola un impedimento para la instrucción -no para el aprendizaje- eliminando de paso la Educación Cívica para posteriormente asfixiar casi hasta la desaparición las clases de Historia. Anulada la posibilidad dialógica en la educación, su justificación a nivel social se volvió imposible de sostener.

No. En Chile no se podía discutir y en el mejor de los casos, voluntad mediante, no estaban las condiciones para hacerlo, todo corría tan velozmente que pensar demasiado era una obstrucción al progreso. La violencia de Estado, así como la escasa voluntad de una población temerosa y dirigida desde los medios convirtió el debate social en un animal raro, inservible y a la larga perjudicial para el perfecto equilibrio del poder. Nos acostumbramos a ver tristes espectáculos de parlamentarios descalificando a parlamentarios, en una especie de ad hominem imparable que ya no quisimos saber más de política, confundiendo el ejercicio de la misma con aquellos que viven de ella. Dejamos de expresar nuestras ideas porque eso solo llevaba a la discordia y al desprecio.

Pero las cosas hoy son muy distintas, la ciudadanía se ha expresado como nunca antes y de pronto estamos ante la otrora imposible contingencia de debatir nuestro futuro. Sí, debatir el país que queremos. Y para eso muy pronto nuestros representantes deberán mirarse a la cara y dialogar de una forma hasta ahora ausente en todas las instancias públicas. Ya no se trata de una expresión de fuerza o ideológica partidista, ya que ambas solo descansan en la deslegitimación del otro y no en los acuerdos. Se trata de abrir la posibilidad de que todos podemos construir una mejor sociedad si somos capaces de escuchar con atención y adherir a aquellas ideas que, bien fundamentadas, propendan a la tan anhelada equidad social. La voluntad para ver en los demás actores legítimos en esta discusión es el primer paso para poder avanzar sin los rencores que favorecieron a tan pocos en desmedro de la gran mayoría.

Atrás deben quedar las “oposiciones” que solo golpean al oficialismo de turno. El debate es sobre las ideas, no sobre los partidos y nunca sobre las personas. Basta de impedir que el otro se exprese por miedo a convertirnos en un país distinto y de analogía inverosímil. Esta vez el foco deberá ajustarse a la idea, al razonamiento más sabio y que involucre el bienestar de la mayoría. La “derecha” de las amenazas apocalípticas y la “izquierda” de los panfletos anacrónicos tendrán que dejar espacio a las personas y sus urgencias. Los beneficiados por la polarización deberán entender que su tiempo de dominio terminó y como bien sabemos, no de la mejor forma.

El diálogo como dimensión crítica es eso, una construcción con el otro, donde las mejores ideas se ven reforzadas en la acción de discutir, ya que son capaces de resistir a la crítica y las malas ideas, esas que no soportan el mínimo escrutinio, quedarán relegadas por su falta a la razón y al contexto. Dialogar es una actividad común, por tanto, sus resultados ameritan un esfuerzo entre las partes que discuten, teniendo como fin último construir y proteger los mejores razonamientos disponibles pensando en la sociedad en su conjunto. En este nuevo escenario votar como lo manda “el partido” será una acción del todo mal intencionada. Así también bloquear para que el otro “no se salga con la suya” un gesto triste, determinado por una creencia arcaica mas no por su fundamento.

Si algún constituyente – que así sea- lee estas líneas, espero pueda entender que no es su individualidad la que está en juego, menos las banderas que diga representar, está en juego una comunidad entera que puso su vida a disposición de esta gran transformación. Es a ese conjunto de personas, todas distintas y deseosas de cambio, a quienes se debe el mayor de los respetos y este no será mejor expresado que escuchando al otro como un igual y persiguiendo la tan anhelada razón no importando de donde venga, sin sostener la ira, la mala voluntad y las miserables mezquindades que tanto nos dañaron como sociedad.

No nos vaya a pasar que movidos por intereses ajenos al bienestar común y tal como indica la mentada obra de Goya, “el sueño de la razón pueda -llegar a- producir monstruos” otra vez. Esos mismos que costó décadas exorcizar.

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