Amarillos por Chile: una honesta declaración de principios

Por Miguel M. Reyes Almarza, periodista e investigador en pensamiento crítico.

Apenas comenzado el siglo XXI, Eva Heller, destacada socióloga, psicóloga e investigadora en comunicación apostó por la relación entre los colores y su significación cultural creando una de las obras más relevantes al respecto: «Psicología del color: Cómo actúan los colores sobre los sentimientos y la razón (2004)», allí avanza sobre los trabajos de Goethe acerca de la afectación del color en las personas y la comprensión detallada de su influencia en el espacio social.

En todo su trabajo, que rodea al menos 13 colores específicos más cientos de variaciones, no existe mayor motivo asociado a la repulsión y la confusión, que aquella que emana del capítulo destinado a un color muy particular, primario y lejos de los fundamentalismos de la guerra fría entre rojos y azules. Sí, estamos hablando del amarillo.

Es desde aquí donde podemos analizar el impacto que ha causado aquella pequeña, espontánea y particular colectividad política, fundada por el poeta y comunicador Cristián Warnken y autodenominada “Amarillos por Chile”; erigida sobre una explícita declaración de principios, que tiñe sus bases teóricas del color de la traición y la contradicción, con el único fin de evitar la refundación de Chile mediante el trabajo de la Convención Constitucional.

La envidia es amarilla. Para muchos de sus representantes no ser parte de la Convención es algo difícil de aceptar. El amarillo es por lo tanto el color de los celos y también de la avaricia, de creer que todo les pertenece y que nadie más puede tener acceso a las prerrogativas de un Estado de Derecho. Según la autora, vivir a disgusto provocaría metafóricamente una suerte de ictericia, ya que según la creencia popular “la irritabilidad y el enojo estarían vinculados a la bilis”, en otras palabras, les sube la bilirrubina y se vuelven amarillos a causa de su disconformidad con el proceso en curso. No por nada, tanto en el francés como en el inglés, las palabras “amarillo” y “celos” son “fonéticamente próximas” (fr. Jaune/jalousie ing. Yellow/jealousy).

Para Eva Heller no existe ningún color más inestable, ya que -como ningún otro- depende de las combinaciones. Con una pizca de rojo es anaranjado, con una pizca de azul es totalmente verde. Puede ser cualquier cosa mientras ello le ayude a subsistir, no importando si pierde su esencia. Quizás no es azaroso el hecho de que de sus primeros 70 miembros fundadores -de los cuales ya varios han renegado de tal filiación, como buenos amarillos- la mayoría sean de la exconcertación, movimiento ampliamente conocido por su capacidad de mutación a toda prueba y que, antes de esta reconversión, lucían del lado políticamente correcto como adeptos de la opción que provocó el cambio de statu quo.

El amarillo es un color de alta visibilidad -científicamente lo detectamos a la distancia antes que los otros- y particularmente no resulta de la mezcla de colores. Como el color que los antecede, los “Amarillos por Chile” no son precisamente un crisol de miradas, por el contrario, son la personificación casi endogámica del poder y los privilegios sin pluralidad alguna. Son los “sospechosos de siempre”, siempre mediáticos, siempre presentes negociando convicción por poder. Por algo la prensa sensacionalista es conocida mundialmente como “amarilla”, su objetivo, como todo lo que afecta tal color, es desviar la atención de lo importante hacia un espantapájaros que atrapa en su irrelevancia.

Y no se trata únicamente de la defensa solapada de las élites -esas que desestiman el valor de la democracia en manos de gente no preparada- sino de la defensa del espacio que estas construyeron para que otros -entre ellos el mismo poeta- pudieran desarrollarse en privilegios. Cuando se teme al cambio, por acción u omisión, se defienden las viejas cuotas de poder. Hans Sachs, poeta luterano del S.XVI -citado por Heller- va más lejos y arremete con contundencia cromática contra esta especie de políticos “un traidor eres, un amarillo, cómete tú mismo tu manzana envenenada”.

Warnken, por su parte, intenta -como buen amarillo- redefinir a su gusto, intentando legitimar el concepto de “amarillismo” como lo templado, como aquello que evita esos extremos que estarían destruyendo el país con su ignorancia y escasa educación. En sus propias palabras “reconvertirlo en un color esperanza” alejándolo de la carga negativa que le imprime el ideario social.

Pero eso no es ser amarillo. Ser amarillo, en nuestra cosmovisión, es adolecer de convicción por desinterés o miedo a que las cosas cambien. Así como el punto medio en la rosa de los vientos de la cultura china, el amarillo, representa también la tibieza en tanto simbolismo cromático. Tibieza que reinó durante toda la frustrada transición a la democracia y que hoy palidece ante el calor de la ciudadanía activa. Ser amarillo es convenientemente demagógico y populista.

Finalizando esta exégesis, me gustaría terminar con otra representación universalmente aceptada en lo pictórico. Allí la putrefacción, el mal olor, el vaho y las execrables pestilencias humanas se representan regularmente de amarillo, incluyendo aquel tufillo a supremacía moral y cognitiva desde el cual, el conductor del extinto programa “la belleza de pensar”, construyó el personaje soberbio y de ademanes artificiales, que hoy aporta desde la provechosa confusión que le da aquel color que lo define políticamente y abraza con tanta honestidad.

 

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