Ser digno de misericordia: El verdadero talento mediático

Por Miguel Reyes Almarza, Periodista e investigador en pensamiento crítico.

Cuando no hay mucho que ofrecer, la lástima, aquella que se dirige hacia nosotros mismos, se convierte en una fuente de motivación y fidelidad mediática incomparable.

Una nueva destreza

Desde los orígenes de nuestra civilización, las personas han considerado, por voluntad o deseo ajeno, exponer ante el resto de sus iguales alguna de sus cualidades distintivas, ya sean físicas o intelectuales con el fin de lograr prestigio y reconocimiento. Las disciplinas olímpicas sumadas al desarrollo del intelecto en diversas áreas del saber proponían -y aún lo hacen- un marco idóneo para premiar el impulso distintivo, aquel que, salvando explosiones de ego propias de ciertos personajes, es capaz de potenciar el avance de la sociedad entera desde los logros de unos pocos.

Reconocimientos validados y legitimados para los cuerpos destacados, personas que logran grandes hazañas de resistencia y potencia física en beneficio propio y de la humanidad también, sumado a la consideración efectiva del saber en todas sus formas, premiando la capacidad de poder pensar soluciones, resolver problemas y establecer predicciones respecto de lo que pudiera mejorar las condiciones de vida de una comunidad y por extensión de la humanidad entera y obviamente el desarrollo superlativo de las artes en todas sus formas.

Pero hoy las cosas son un poco distintas, los medios de comunicación -no los periodistas, sino los medios como empresas- y específicamente la televisión apoyada por la amplificación virtual, se ha encargado, entre otras cosas, de cambiar los criterios de valor en búsqueda de una mejor rentabilidad comercial y paralelamente, por error colateral o evidente astucia, han procurado una reformulación de la conciencia social acerca de lo que debe ser considerado como destacable de la condición humana. Es obvio que no son los encargados de educar, pero -como ya sabemos- la TV sigue siendo un barómetro del comportamiento social imposible de soslayar.

Cuando hablamos de programas de talentos reconocidos mundialmente como “The Voice» difundido en EEUU por NBC y con ya 21 exitosas temporadas al aire -franquicia que llegó hasta nuestro país en la forma de «The Voice Chile» y tiene como premio dinero y un contrato de grabación – se tiende a pensar con clara convicción de que lo que se busca es precisamente eso: ‘La Voz’, es más, el hecho de que, contrario a las reglas ortográficas, esa “V” vaya en mayúsculas luego del artículo, realza aún más esta posición. ¿Pero, de qué voz hablamos? Para el programa la cuestión es clara, se buscan las mejores cualidades vocales sin que influya la imagen del participante, situación que se evidencia en la posición del jurado, dando la espalda al concursante para solo caer presa de su voz.

Sin embargo, a la hora de evaluar, los jurados exhiben una evidente tendencia hacia aquello que está fuera del umbral de la destreza, aquello que logra desviar cualquier intento de racionalidad relativa a la evaluación de un talento, no obstante, lo define y lo realza, aquello que he denominado como la condición de ser ‘digno de misericordia’, entendiendo aquella como la virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los trabajos y miserias ajenos (RAE, 2015).

Rating a punta de lágrimas

Estrenando recién este domingo su tercera versión -antes estaba en manos de Canal 13 y hoy es Chilevisión- el primer capítulo del programa, cuál definición de principios, precisa inmediatamente lo que será, una especie de ilusión acerca del canto, un anzuelo para estremecerse hasta las lágrimas del dolor ajeno, donde “la voz” aparecerá como un elemento casual. Y no sostengo que esto está mal, solo que se juntan peras con manzanas y eso solo resulta en una ensalada de frutas. Es bueno entender que el original holandés y su versión norteamericana, matizan mucho mejor el perfil de los concursantes, allí las historias son secundarias.

Volvamos a Chile. La primera participante -y solo como información ya que no es su culpa- comienza declarando lo siguiente: “Yo por años me hice daño, me autolesioné y ahora cargo con mis cicatrices” y agrega “mi enfermedad mental es un trastorno de personalidad” ¿Es posible no sentirse conmovido por tales situaciones? Es más, aplaudo exponer al jaguar del cono sur en su ineficiencia cuando de salud mental se trata, pero como decía Juan Gabriel -uno que sí cantaba- ¿pero qué necesidad?

¿No nos basta con la emoción que surge espontánea de la voz de una buena cantante? ¿Aquella que supera a la ejecutante misma?

Ok, para eso está el jurado, supongo. Desde lejos la que más sabe de canto, Yuri, es la que más llora; luego Beto Cuevas, quien pone la cuota más racional no es capaz de imponerse en el mar de lágrimas y pielómetros; Gente de Zona, un par de animadores y gozadores de la vida que simplemente suman a la tensión dramática y Cami, al parecer experta en reiki -y ganadora de la primera versión del concurso- que soluciona todo con su autorreferencia -necesaria para poder tener un lugar en el mundo del espectáculo- su emoción impostada y su forzada hiperquinesis que la tiene muy mal enfrentada a las grandes audiencias. De aquí difícilmente saldrá un comentario relativo a lo vocal.

Volviendo al tema, previo y posterior a la interpretación viene toda una historia de vida que acentúa la empatía por el dolor ajeno, una relación con otra mujer, mujer que ya tenía un hijo y algunos intentos de suicidio. Insisto, la concursante no es el problema, es el formato de reality show que no escatima en morbo.

Nunca se habló más de su voz, lo que supuestamente era su talento. Un vibrato descontrolado, un timbre común.

¿Puede cantar? Por supuesto, es un derecho, pero a estas alturas el dolor puede más que la técnica. Todos los jurados se voltean catapultados por una sensación estomacal, es decir, hablan de vibraciones, energía y otras situaciones de difícil consideración, pero acerca de su técnica vocal, nada. Desde el primer momento la misericordia se apoderó del escenario ¡Qué coraje tiene esta mujer! ¡Vaya que enseñanza de vida demuestra en sus ganas de mostrar su canto! Pero… ¿Qué pasa con su voz?

Es bueno que pongamos en alto aquellas personas que surgen o al menos lo intentan, sobrellevando duras experiencias de vida, sin embargo, ¿es justo para quienes cantan superlativamente bien y no son considerados por no tener una historia conmovedora tras de sí? Acá las cosas merecen ser analizadas en justicia, mal que mal, es un concurso y tiene como objetivo, al menos el papel, encontrar “La Voz”.

Los casos suman y siguen, “el humilde carpintero”, “el tributo a la madre fallecida”, es más, la dinámica es la misma desde el punto de vista del espectáculo. La apertura se llena de historias dramáticas, entre penurias, problemas de socialización y conflictos familiares, con vistas a debilitar la posible crítica. Dada la angustia de los jueces y la audiencia el o la concursante observa una actitud positiva ante tanta adversidad situación que marca el punto de inflexión entre su clasificación a la siguiente ronda o no. ¿A pesar de todo pudiste seguir con tu sueño? si la respuesta es sí, hay chicharra para todo lo que sigue y un famoso será tu coach. Luego, el talento, que solo requiere de un desarrollo correcto y ordinario cederá a la efervescencia emocional, esa que adormece cualquier intención de análisis.

Una mirada a la misericordia mediática

La audiencia televisiva está en todo su derecho de emocionarse, eso es una prerrogativa inalienable. Que la televisión olvidó, si alguna vez lo tuvo, el impulso educativo también es una certeza que no se discute por más fomento a los programas culturales. En canales como History lo que más marca son las subastas y los empeños, solo por mencionar algunos, mientras que la prestigiosa señal de la National Geographic luce espléndida con sus artificiales programas de supervivencia al desnudo. Para la T.V. local los programas del tipo ‘cultural’ quedan remitidos a cápsulas programáticas en horarios impensados, de preferencia los domingos cuando difícilmente alguien está viendo televisión.

Esto de seguro no es una observación novedosa, es más, es una condición hoy casi propia de la industria televisiva, sin embargo, la explosiva aparición de programas que agitan el morbo escudado en aportes a las artes y otras hierbas es digno de, a lo menos, discutir. ¿Necesitamos ser reconfigurados todo el día de lo triste que puede ser nuestra existencia terrenal? ¿No hay actividad que quede fuera del empuje existencialista que hoy motiva el consumo o la adhesión a cualquier causa? En específico ¿Las artes ya no valen si no están sujetas a un marco de dolor exacerbado?
Ante una oferta de competencia justa no hay rival ante la misericordia. Nuestra sociedad ama aplicar misericordia, quizás como una proyección de lo que ellos esperarían, no obstante, puedan existir razones más adecuadas para, por ejemplo, elegir entre un talento de mejor calidad u otro. Al parecer nos cuesta demasiado adherir a una causa, artística, política o de cualquier tipo que no nos haga ‘llorar’ al menos un poco. Desde el desfile infartante de imágenes de niños con problemas de salud o animales abandonados en las redes sociales hasta la destrucción total de los avances de una guerra cruel, todo, absolutamente todo, queda reducido a la capacidad que tienen de emocionarnos hasta el quiebre de nuestra cordura. Detrás de toda esa tensión emocional yacen las artes. Voces hermosas o bailarines excepcionales ven cerradas las puertas de la televisión por no poseer vidas dramáticamente biseladas. Aun cuando aceptemos que es parte del ‘show’ televisivo, eso lo sabemos aquellos que hemos tenido la suerte de estudiarlo y entenderlo, pero ¿qué sucede con ese gran número de personas que todavía en el siglo XXI considera que la televisión dice la verdad? ¿Solo tendrán acceso a expresiones artísticas lacrimógenas y forzadas?

La continua exposición a fenómenos forzosamente emotivos adormece nuestra capacidad de poder decidir en libertad de condiciones; la misericordia y las personas ‘dignas de ella’ se alzan en el pináculo del mundo del espectáculo -y de otros mundos socialmente aceptados-, solo hasta cuando aparece otra tragedia superior a la que atañe su vida. ¿Cuánto de libertad se pierde en la constante ostentación del dolor ajeno?

Si la misericordia se impone como una herramienta que nos ayuda a empatizar y determinar, no solo quién sufre más -que sería lo propio en búsqueda de una solución- sino también quién es más o menos inteligente, quién tiene la mejor voz o quién es finalmente más digno, tendremos que aceptarla, sin excusas de ningún tipo, como un nuevo valor. En cuanto utilidad en beneficio de satisfacer ciertas necesidades, como cuando ser digno de misericordia sea un instrumento para escalar alto y ser exitoso «Soy un reconocido y orgulloso pobre/triste/enfermo/doliente»; o en tanto importancia, que, en el peor de los casos, habla de lo trascendente que es ser digno de ella para obtener algún tipo de logro significativo «Lo más importante es que nos ha costado demasiado todo esto».
Más de lo mismo, simplemente siga haciendo zapping.

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