Bocelli es pop, pop de calidad, pero pop

Por Rodrigo Reyes Sangermani

Una orquesta en el escenario, un cantante de buena voz, un show serio y profesional, y el populacho rasgando vestiduras en un trance onanista; la galería se emociona hasta el espasmo, como si se encontrase con la Virgen María o el mismísimo Señor en una epifanía de gárgaras musicales.

El episodio me recuerda el relato lúcido y terrorífico de esa vieja canción de Leo Maslíah, el extraordinario músico y escritor uruguayo, contador de historias como pocos por estos pagos, en el que describe las consecuencias fatales de un público extasiado frente a un “concierto de música culta” (muy recomendable, está en Spotify)

Pero nada de eso es tan así, lo que Andrea Bocelli hizo en la Quinta Vergara sin duda fue bueno, muy serio y profesional, pero fue “sólo” música popular, no fue ópera ni música de concierto ni docta ni clásica, como creyó falsamente la gente embelesada, descubriendo inoportunamente, aunque más vale tarde que nunca, por contraste, que la mayoría de la música que consume a diario, sobre todo en estos festivales mediáticos, comerciales y populacheros como lo que se ha ido transformando con los años el Festival de Viña, no es sino chabacanería, pop del malo, canciones para el olvido; salvo excepciones, asistimos a cantantes prescindibles de ritmos tan atractivos como efímeros, de música predecible y repetida, solo pastiches probados con escaso talento, por eso aparece un tipo como el tenor italiano, u otras escasas excepciones, y la gente entra como en un trance, como si estuviera sobre el escenario el propio Caruso, y la música interpretada por una orquesta como dirigida por los inmortales Mozart, Beethoven Schubert o Mahler, y por temas y melodías imperecederas surgidas de la infinita inventiva de Bach, Vivaldi o Haendel, sorprendiendo a las audiencias colgadas de los árboles, de sus propias antorchas de cartón y de las lámparas de cristal con música tan elevada, “música clásica”, diría apresurado un periodista despistado que cree que la presencia de cuerdas de violines, violas, chelos y bajos es lo que define el género docto de la música de concierto.

Pero es pop, pop de calidad, pero pop, como lo son los Beatles con los arreglos de Eleanor Rigby o el Serrat del Mediterráneo con esas orquestaciones maravillosas de Juan Carlos Calderón, Gian Piero Reverberi y Antoni Ros-Marbà.

La gente no puede creerlo: buena música. La prensa festeja el buen gusto del monstruo de la quinta que permaneció mudo y atento ante el sonido prístino de la música buena, gaviotas de todo tonelaje repartidas a diestra y siniestra, artistas canonizados por el mismo Papa, placas en braille para inmortalizar la música como se haría en Bayreuth tras el estreno de la tetralogía de Wagner. Pero no, es pop, pop del bueno, canciones populares cantadas con sentido, melodías extraídas del folclor de aquí y allá, del cine de todos los tiempos, canciones de música ligera construidas con estupendos arreglos musicales que desmenuzan las sonoridades con inteligencia y buen gusto, algunas piezas clásicas reconstruidas en el mejor estilo de la Boston Pops o Paul Mauriat, con sencillez y honestidad, elementos que tanta falta hacen en nuestros espectáculos masivos.

Una comentarista en un programa de televisión decía que el “trabajo operístico de Bocelli” permitía a la gente sencilla, al vecino de a pie, a la señora de clase media, disfrutar de la Ópera sin tener que ir a un teatro necesariamente vestido de frac o de riguroso negro, demostrando así su ignorancia respecto a cómo se va a la Ópera en el único teatro de Chile que exhibe ese género musical, y que dicho sea de paso, por el precio de un combo del McDonald cualquier estudiante embluyinado podría asistir al Municipal para disfrutar de Don Giovanni, La Flauta Mágica o La Traviata, elevando sus espíritus sin esperar el despliegue publicitario del circo de febrero.

No es culpa de Bocelli, está claro, él, como otros grandes artistas, sabe que puede acercar a la gente más incauta a la buena música, en general los buenos músicos se caracterizan por eso, componer o interpretar canciones para el gran público con calidad, arreglos, armonías, ejecutantes que buscan una vuelta de tuerca, un sello que los defina, un estilo propio, una propuesta única y que sea reconocible y valorada.

Lo que se advierte, con el público y la prensa, es que nuestra cultura nacional está deteriorada, que los sectores medios están alejados ya ni siquiera del “gran arte”, ya no de la música de concierto, sino de la misma música popular de calidad, que ha sido relegada por la narcocultura de lo guachaca, como nuestras ciudades pintarrajeadas.

La gente perdió la costumbre de ir al teatro, en provincia asistir a una obra es imposible porque ni siquiera hay estrenos, a Shakespeare lo conocen los iniciados, la gente prefiere una teleserie endulzada de clichés o ser parte de un reáliti donde los actores modelan su escasez intelectual con la complicidad de lo televidentes; a la poesía o a la literatura se antepone el texto básico del reguetón; a la buena música los dos acordes de una melodía subida a las redes sociales para ilustrar la torpe inmediatez de la vacuidad; al buen cine un franquicia de superhéroes acompañada de merchandising, realidad virtual y palomitas de maíz, en fin, se prefiere un festival de la canción abandonado al chiste fácil y el éxtasis falso de una fiesta que ya no es y que nunca más será.

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