La gobernabilidad imposible: cuando el país se entrega a quienes fabrican realidad

Un presidente puede ganar con falacias -ya ha pasado antes y han demostrado ser bastante efectivas- pero difícilmente puede gobernar con ellas.

Por Miguel M. Reyes Almarza*

Hay algo profundamente inquietante —y sorprendentemente cotidiano— en la manera en que ciertos liderazgos políticos han decidido relacionarse con la verdad. No hablo de las interpretaciones discutibles, matizadas o estratégicas que forman parte de cualquier disputa democrática. No. Hablo de cifras inventadas, comparaciones delirantes, amenazas imaginarias y un uso sistemático de la falacia como recurso principal de campaña. Ese es el verdadero “nuevo orden comunicacional”: un ecosistema donde gobernar no requiere datos, pero sí audiencias dóciles; donde convencer parece más rentable que pensar; donde los asesores trabajan más en pruebas de cámara que en documentos programáticos.

El reciente debate presidencial de ANATEL lo dejó brutalmente claro. Decir, con aplomo y mirada de estadista, que en Chile “mueren 1.200.000 personas asesinadas al año” no es un error numérico menor: es la instalación deliberada de un clima emocional. Se trata de una estrategia discursiva que se asienta en la falacia ad baculum, la apelación al miedo, esa que los manuales de argumentación advierten como una de las más efectivas y, al mismo tiempo, una de las más corrosivas para el juicio democrático. Lo inquietante no es solo que la cifra real bordeó los 1.200 homicidios en 2024, sino que, pese a ello, una parte significativa del electorado oyó la frase sin fruncir el ceño y, mediante el sesgo de confirmación, otros solo atinaron a aceptar tal infundio como la verdad misma.

Lo que está en juego aquí es más grave que una campaña mal llevada o una anécdota de fact-checking. Es la pregunta incómoda y urgente:

¿Qué ocurre cuando el país entero es invitado a tomar decisiones sobre un mapa que no coincide con el territorio?

O de manera más específica:

¿Podemos exigir responsabilidad a nuestros líderes si hemos aceptado seguirlos sin imponer un juicio crítico sobre sus promesas de campaña?

Porque la gobernabilidad —esa palabra que tanto repiten los candidatos como si fuese un amuleto— no se sostiene sobre paisajes imaginarios. Un presidente puede ganar con falacias -ya ha pasado antes y han demostrado ser bastante efectivas- pero difícilmente puede gobernar con ellas.

La paradoja: la comunicación falaz funciona

Desde la comunicación política, lo ocurrido no sorprende. Los discursos más efectivos no siempre son los más verdaderos: son los que mejor sintonizan con el marco emocional del electorado. Y en un país donde la inseguridad se ha vuelto sentimiento dominante —aunque las cifras objetivas no se disparen al ritmo de la alarma pública—, exagerar puede ser rentable.

Es el mismo principio que explica que un dato falso sobre desempleo (“más de un millón de cesantes”, cuando las cifras oficiales bordean los 866 mil) pueda instalar una sensación de crisis económica superior al problema real, incluso en la comparativa con el resto del mundo, donde se viven momentos de desaceleración económica evidentes. No se trata de ocultar el problema, para nada es bueno que en un país la cesantía escale a esos niveles, sin embargo “un millón” es una idea que busca ese cortocircuito mental que desborda la experiencia diaria -podemos entender 890 mil, pero un millón está en una escala imposible- y, por tanto, moviliza a los votantes al sentimiento de lo insólito e inconmensurable. Tal como los premios de lotería.

Esto responde a una de las falacias más básicas, pero más poderosas: la falacia de generalización apresurada, donde unos pocos casos, o incluso ninguno, se transforman en “lo que pasa en todas partes”. Basta un video viral de un asalto particularmente violento para que ese caso se convierta, mediáticamente, en la regla general. Allí los políticos no inventan emociones: las administran, las moldean y, sobre todo, las explotan.

Pero la eficacia comunicacional no implica legitimidad democrática. Más aún cuando se suma a la imprecisión deliberada, la racionalización -ustedes son todo lo malo para este país y nosotros todo lo bueno- o la estrategia falaz del pez rojo, es decir, derivar la atención del tema central a otro que va a reunir el malestar de un grupo social, por ejemplo, cuando el candidato con más opciones al sillón presidencial responde a cada pregunta con la consigna “la culpa la tiene el gobierno”, incluso cuando se le interpela en datos específicos de su propio programa -como la eliminación de la ley de 40 horas- termina desviando la atención de lo que realmente se consulta, confundiendo a su interlocutor ya la audiencia en su conjunto.

Un discurso puede ganar elecciones; eso no garantiza que haga gobernable un país.

Los gobiernos necesitan diagnósticos reales para diseñar políticas públicas reales. Y cuando el andamiaje discursivo se sostiene sobre la distorsión deliberada, entonces el país queda cautivo en manos de quienes no saben —o no quieren— distinguir entre estrategia y realidad. A contrario sensu de lo que todos creen, acá “relato mata dato”.

Millennials, centennials y el nuevo analfabetismo cívico

Existe, sin embargo, una dimensión generacional que agrava este fenómeno. Las nuevas generaciones, cuya relación con los medios se estructura sobre el scroll infinito, la inmediatez y la fragmentación de contenidos, son especialmente vulnerables a la comunicación política basada en afirmaciones simples, emocionales y poco verificables.

No porque sean “ingenuos”, sino porque su ecosistema informacional no está diseñado para la verificación, sino para la viralización. Comprobar la fuente implica una “pérdida de tiempo” innecesaria cuando el fenómeno masivo ya ha sido legitimado y validado por el trend, el hashtag o la implacable certeza de los likes.

Un adolescente puede ver 100 videos al día sin retener una sola fuente confiable. Un joven puede escuchar una frase alarmante en un debate, encontrarla repetida en TikTok con música dramática, y asumir —por puro efecto de repetición— que es cierta. El slogan, en publicidad y en propaganda -que a la larga se constituyen de igual forma- jamás será impugnado si no se entiende la necesidad y el deber ciudadano de hacerlo.

Dado lo anterior, a esto se suma un factor estructural que preferimos ignorar: Chile tiene una deuda histórica en educación cívica. Desde que se eliminó formalmente en los años 90 y solo reapareció tímidamente en 2016, generaciones completas crecieron con un conocimiento cívico insuficiente.

Según el Estudio Nacional de Educación Cívica (ENEC) del Mineduc, el 81% de los estudiantes de 8º básico no comprende plenamente conceptos básicos sobre el funcionamiento del Estado. ¿Cómo exigir entonces que distingan una falacia del discurso legítimo? ¿Cómo pedirles que reconozcan una manipulación emocional si su formación nunca les enseñó a mirar el discurso político como un objeto que debe ser examinado y no solo consumido?

La vulnerabilidad comunicacional de los jóvenes no es un defecto generacional: es una consecuencia institucional. La política se convierte, para muchos, en un espacio de distinción más que de convicción.

El riesgo político: gobernar un país confundido

La amenaza real no radica en que un candidato use datos falsos —eso, lamentablemente, es un clásico universal—, sino en que una comunidad política entera acepte que esas falsedades sean parte normal del debate. Incluso que los periodistas que los enfrentan, intentando definir si son relacionadores públicos o militantes, no reporteen antes de preguntar algo tan innecesario como las multas de Tag de una candidata -que según los datos oficiales se pagaron en su momento y no años después- o hagan caso omiso a las falsedades y las dejen convivir con el resto de las ideas.

A saber, en el mismo discurso conviven afirmaciones reales, por ejemplo, la cantidad de violaciones —cerca de 3.000 al año— y las personas que fallecen en las listas de espera de hospitales —aproximadamente 40.000 al año—  que sí coincide esta vez con datos públicos; con exageraciones extremas respecto a la situación país como el mentado “millón” de desempleados o intentar igualar el número de denuncias sobre migración regular, que sí está cerca de los 125 mil, con el número de personas netas denunciadas (una persona puede tener más de una denuncia en migración o haber abandonado el país) sin ponderar aquellas que son anteriores al gobierno de turno. Es más, según el Servicio Nacional de Migraciones, la migración irregular a descendido un 49% en relación al año 2021, momento del peak de ingresos, en la administración de Sebastián Piñera. Esa combinación, del tipo “gato por liebre”, dificulta distinguir lo verdadero de lo ficticio, especialmente para un público que no verifica datos.

Más allá de los números, lo peligroso es la estrategia. Esa hiperbolización no busca —o no parece buscar— una discusión seria sobre inseguridad, desempleo o políticas sociales. Busca sembrar miedo, dramatizar un supuesto colapso y presentarse como “la solución urgente”. Es una apuesta que privilegia la emoción sobre la evidencia, la adrenalina retórica sobre la reflexión.

Cuando la opinión pública se construye sobre percepciones manipuladas, los gobiernos dejan de ser administradores del bien común y se transforman en administradores del malestar. La ciudadanía termina votando -por obligación más que convicción- para calmar emociones más que para resolver problemas, para ganarle al otro, en lugar de ganar con todos.

Y así surge la paradoja más peligrosa:

Los candidatos que más dependen de falacias son los que menos preparados están para gobernar.

Una política pública no puede diseñarse sobre cifras inventadas. Un presupuesto no puede justificarse en percepciones “viralizadas”. Una estrategia de seguridad no puede partir del supuesto de que vivimos una masacre anual digna de una guerra civil imaginaria.

El país necesita estadistas, no influencers políticos.

La democracia no sobrevive a punta de percepciones

La gobernabilidad empieza por la verdad, incluso cuando es incómoda, incluso cuando no conviene en campaña, cuando debe reconocerle algo a su contendor. Una comunidad que renuncia a la verdad como criterio de orientación renuncia, en esencia, a deliberar. Y sin deliberación no hay democracia: solo marketing político.

La pregunta que debemos hacernos ahora no es si el discurso falaz es eficaz —ya sabemos que lo es—, sino si estamos dispuestos a que quienes gobiernen Chile lo hagan desde esa lógica. Porque entregar el país a quienes fabrican sus datos es, en el fondo, un acto de fe: confiar en que la realidad se acomodará al relato, que la retórica del terror es la antesala al paraíso terrenal.

Pero la realidad —insistente, terca, implacable— siempre termina cobrando facturas. Y suelen pagarlas, como siempre, quienes menos la merecen: la ciudadanía.

Todos aquellos que, lejos de estar en una zona de privilegio -el 85% de los ciudadanos en Chile está inscrito en el Registro Social de Hogares (RSH), ya sea porque tienen o buscan obtener un subsidio estatal- y víctimas del imposible acceso a información de calidad, terminan colapsando por el hastío que provoca tanta confusión mediática, inclinando la balanza hacia aquello que podría, incluso, debilitar aún más su calidad de vida.

* Periodista e investigador en pensamiento crítico.

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El Periodista