Fachos y comunistas: bifurcación falaz para muchos, útil para pocos

Por Miguel M. Reyes Almarza*

En los últimos años, el debate político en Chile se ha degradado en una guerra de etiquetas. “Facho” y “comunista” son palabras lanzadas al aire como si fueran diagnósticos clínicos, cuando en realidad funcionan como armas retóricas para anular al otro. Las redes sociales —ese lugar que Umberto Eco describía como “la invasión de los idiotas”— se han convertido, por sobre otros soportes, en verdaderos vertederos racionales cuando de civismo se trata.
Y no se trata solo de un error de interpretación ni de una simple hipérbole de campaña. Lo que presenciamos es una forma de control, cada vez menos sutil, que bajo el disfraz del “debate público” mantiene a raya el pensamiento crítico y hunde cualquier posibilidad de deliberación racional. El sesgo de confirmación, enviándole a cada quien solo la metonimia de la realidad que quiere ver, termina por apagar toda luz de objetividad. El mundo, así, se reduce a blanco o negro.

El fascismo, según el historiador Roger Griffin, es un proyecto de regeneración nacional basado en el autoritarismo, el culto a la violencia, el antiliberalismo y el nacionalismo extremo. No es simplemente “ser duro” ni “ser de derecha”: requiere una estructura ideológica concreta y una práctica sistemática. Cuando el candidato José Antonio Kast duda públicamente sobre cortar relaciones comerciales con China, deja en evidencia que su convicción no es doctrinariamente cerrada, sino funcional al mercado. En entrevista con Meganoticias, declaraba algo perplejo: “Es complejo ahí el tema económico. Lo que pasa es que, ¿cómo lo hacemos de un día para otro, siendo que tenemos un intercambio comercial muy grande con ellos y es una realidad?”. De convicciones, solo cuando cuadran los números.

El comunismo, por su parte, es mucho más que una aspiración igualitaria o una crítica al neoliberalismo. Marx, Lenin y Gramsci lo definieron como la superación del capitalismo mediante la abolición de la propiedad privada de los medios de producción, una fase transitoria conocida como dictadura del proletariado, y la construcción de una sociedad sin clases ni Estado. Nada de eso existe hoy, ni siquiera en los países que se autodenominan comunistas.

Jeannette Jara, candidata de izquierda y militante comunista, declaraba tras ganar las primarias que su eje de trabajo será promover “un crecimiento económico que nos posicione a la vanguardia de los mercados internacionales, desarrollando sectores de exportación de alto valor agregado y contenido tecnológico. (…) Acá ninguna empresa, de ningún tamaño ni sector económico, se nos puede quedar atrás: empresas más eficientes son empresas más competitivas, y esas son las empresas que le hacen bien a Chile”.

Todo muy lejos de expropiar, abolir o colectivizar. Aquello de “quitarles a los chilenos su segunda casa” —sobre todo a quienes ni siquiera tienen una— no se sostiene más allá del meme. Como el viejo mito de “comerse a las guaguas”, se mantiene por ignorancia o mala fe.

Y, sin embargo, en Chile, como en otros países, se ha hecho costumbre llamar «comunista» al que exige derechos sociales o «fascista» al que defiende el orden institucional. No porque esas personas lo sean —la mayoría ni siquiera sabe qué significan realmente esos términos— sino porque ese lenguaje sirve para dividir, simplificar y controlar el debate público.

Existen propuestas extremas, sin duda, que se visten con ropajes fundamentalistas y se convierten en depósitos del descontento más irracional. Entre los más ruidosos: Johannes Kaiser, miembro del Partido Nacional Libertario, quien ha declarado abiertamente que apoyaría un golpe de Estado ante una eventual victoria comunista, “con todas las consecuencias”, incluidos los muertos.

En el otro extremo, Eduardo Artés —candidato por tercera vez— con una retórica del siglo XIX, propone “darle vacaciones al Congreso” y “gobernar mediante decretos de ley”. Sí, los extremos existen. Pero están, aún, lejos de dominar el discurso público.

Desde 1999, cuando Ricardo Lagos disputó la presidencia contra Joaquín Lavín, las etiquetas ideológicas comenzaron a proliferar. Mientras algunos auguraban que con Lagos los chilenos volverían a “hacer colas para comprar el gas” (en abierta referencia al gobierno de Salvador Allende), otros presentaban a Lavín como un fascista en potencia por su cercanía al Opus Dei y su pasado pinochetista. Lo paradójico es que Lagos impulsó algunas de las privatizaciones más agresivas de la era democrática —las concesiones viales, por ejemplo— muy lejos de entregarle las carreteras “al pueblo”, que hoy apenas puede costear circular por ellas.

Más tarde, Sebastián Piñera fue calificado de “fascista” cada vez que endureció su discurso sobre orden público, especialmente durante el estallido social de 2019, que dejó 34 muertos y más de tres mil heridos, muchos a manos de agentes estatales. Pero Piñera —como Lavín— se preocupó más por la seguridad jurídica del capital que por cualquier proyecto antiliberal. Fue a Cúcuta a invitar venezolanos en diáspora a vivir en Chile y a China a cerrar acuerdos de inversión.

Por otro lado, Camila Vallejo y Daniel Jadue han sido tildados sistemáticamente de “peligrosos comunistas”, como si pertenecer a un partido legal y con representación parlamentaria implicara querer colectivizar el país o suprimir libertades civiles. Ambos han trabajado desde dentro de las instituciones democráticas. Ninguno ha propuesto abolir el Congreso ni nacionalizar el sistema completo de medios o producción.

En este mismo marco surge el insulto “facho pobre”, una de las expresiones más reveladoras del clasismo progresista. En sus orígenes, el término pretendía describir la contradicción de sectores populares que votan por políticas que aparentemente van contra sus intereses. Hoy es un mecanismo de humillación. No describe, descalifica. Le niega al otro su autonomía intelectual. El “facho pobre” no piensa, solo repite. Es la versión moralista del “roto con plata”. Es, finalmente, una forma de fascismo del lenguaje: sofoca, impone, clausura el diálogo.

La simplificación, sin embargo, no es monopolio de la izquierda. Desde la derecha, cada vez que emerge una reforma sustantiva —educación gratuita, sistema de pensiones solidario, royalty minero— se resucita el fantasma de Venezuela y Cuba. “Chilezuela” o “la próxima Habana” son expresiones vacías que buscan infundir temor, no reflexión. La comparación no solo es torpe, sino intelectualmente deshonesta. Chile es una democracia liberal, con instituciones funcionales y una economía abierta. Equiparar propuestas socialdemócratas con regímenes autoritarios es, en el mejor de los casos, ignorancia; en el peor, manipulación.

La polarización no es una fatalidad de la democracia. Es una táctica. Al reducir cada matiz a una trinchera, se ahoga el debate, se niega la complejidad y se fortalece el poder de quienes necesitan una ciudadanía dividida para conservar sus privilegios.

Eco lo advirtió en su ensayo El fascismo eterno: el fascismo no es solo un régimen, sino una estructura mental. Y esa estructura puede reaparecer, incluso, en quienes se dicen antifascistas. Cuando todo es fascismo, nada lo es. Y cuando todo es comunismo, cualquier reforma es sospechosa.

En Chile, donde el trauma de los extremos sigue latente, el uso irresponsable de estas etiquetas no solo empobrece el debate: legitima la desconfianza, desactiva el pensamiento crítico y favorece el statu quo. No se necesita ser comunista para querer justicia social ni facho para pedir orden. Pero cuando el lenguaje se convierte en una caricatura, la democracia pierde sus herramientas.

La verdadera pregunta, entonces, no es quién es comunista o facho, ni cuál es su definición exacta. La pregunta es: ¿a quién le conviene que esa siga siendo la única discusión? Porque mientras nos gritamos mutuamente etiquetas, los poderes reales —económicos, mediáticos, institucionales— siguen operando con eficiencia ideológica silenciosa.

Tal vez ha llegado el momento de salir de la caricatura. De recuperar las palabras para el pensamiento, no para el grito. A las puertas de un nuevo proceso electoral, lo que importa no es a quién odia más cada bando, sino qué ideas pueden resolver los problemas de un país cada vez más parecido a una torre de Babel.

* Periodista e investigador en pensamiento crítico.

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