El eterno retorno: Volver sobre un fracaso histórico

Por Daniel Ramírez, filósofo.

Muchas veces la historia pasa por nuestro lado, como un tren al cual no nos hemos subido. Es la sensación que muchos pueden tener y que en general implica la no comprensión de los procesos que se viven. Por ello surgen sentimientos de frustración y de exclusión, la sensación de que, sea lo que sea lo que hagamos, nada cambia, sensación particularmente fuerte ahora que constatamos el cierre del proceso constitucional, sin duda por varios años.

Este proceso fue mal abierto en 2016 (tardíamente) por Michele Bachelet, apertura que no fue seguida de efecto, ni siquiera los suyos apoyaron a la presidente. Exigido por el pueblo en el estallido social de 2019; acordado en medio de la confusión de un acuerdo de los partidos políticos (en circunstancias que la gran mayoría no quería nada con los partidos políticos); luego realizado en dos actos: el primero, Convención Constitucional, con gran representatividad y mayoría de movimientos sociales y étnicos, que trabajó en un ruidoso contexto y prestó el flanco a una campaña mediática omnipresente de un vasto sector de derechas, de “amarillos” a “republicanos”, que no tuvo problemas en llevar a cabo, consumando el rechazo. Acto dos, comisión de expertos nombrados por un cuoteo de partidos políticos, (¡una vez más!), y consejo constitucional + comisión de aceptabilidad (todo esto parece broma) con clara mayoría de derecha dura, que trabajó en la indiferencia general, produciendo un texto de leguleyo, aún más conservador que la constitución vigente y se terminó en la victoria del “en contra”.

UN PROCESO MAL ABIERTO, DOS VECES MAL REALIZADO, Y MAL CONCLUIDO.

Para quienes estudiamos, trabajamos, nos ilusionamos con el proceso constituyente, confiamos en el pueblo, que por cierto demostró madurez política y capacidad de organización en los más de 20 mil cabildos y asambleas en el 2019, la pregunta más difícil es: ¿En qué nos equivocamos? ¿Sería en el deseo mismo de una nueva constitución?

Ello parecía sin embargo una vieja aspiración, desde que el dictador hizo ilegítimamente aprobar su constitución neoliberal y tramposa, redactada entre cuatro paredes por la comisión Ortuzar, en 1980. Por supuesto, ese texto fue numerosas veces reformado; así, simbólico o necesario, el cambio de constitución fue un anhelo recurrente.

HIPOTESIS 1.- Esta parece ir de suyo: el error habría sido pensar que nuestro pueblo, es decir nosotros mismos, estábamos maduros para un proceso constitucional.

Por ello habríamos perdido cuatro años de movilización, trabajo organizacional, estudio, campañas y candidaturas, textos y argumentos, muertos, mutilados, incendios y destrucciones. Habría entonces que renunciar, reducir las velas, conformarse con el juego parlamentario, intentar seguir reformando la constitución y adaptando las leyes a un poco más (siempre muy poco) de justicia social y progreso humano. Y resistir mal que mal a la extrema derecha montante un poco por todas partes. Algo es algo.

Triste conclusión. Pero supongo que será la dominante en los próximos tiempos.

Como otras veces, me parece que si la reflexión filosófica tiene alguna utilidad, es en plantear las cosas desde un punto de vista que no es el más esperado.

Antes de exponer mi hipótesis, quisiera decir algo que tampoco va en el sentido que produce más placer: esta última etapa no fue simplemente una derrota de la derecha dura, así como la etapa precedente no fue exclusivamente una derrota de la izquierda. Tampoco ambas etapas fueron un triunfo de algo así como un centrismo moderado, ni mucho menos una ratificación de la constitución del 80, como dicen algunos especialistas del oportunismo. En realidad, TODO EL PROCESO FUE UN FRACASO DE CHILE. No vale la pena lanzarse los unos al rostro de los otros los actos fallidos y los errores ni vanagloriarse de nada: fue un fracaso grave de la sociedad chilena misma como Estado nacional, un retroceso, una gran ocasión perdida para la democracia, una degradación de la vida política.

Continuar con absurdas estrategias del empate no tiene más sentido que la persistente e interminable batalla memorial. Será sin duda largo y laborioso remontar la pendiente hacia la cual ha sido arrastrado el diálogo, la cultura cívica y la consciencia ciudadana, a fuerza de errores, mentiras y campañas odiosas.

Así también, la inseguridad, la delincuencia, la violencia y el narcotráfico son un fracaso de toda la sociedad, no de un campo o del otro.

Será necesario una profunda reconstrucción de la ética política, sobre todo en tiempos en que, con la “ayuda” de gadgets de IA (Inteligencia Artificial), la verdad se aleja cada vez de la vida pública, la calumnia, la cancelación, las campañas del terror y los ataques ad hominem se hacen cotidianos.

HIPOTESIS 2.- El pueblo sí estaba preparado. Pero no para el proceso que vino sino para un proceso ‘constituyente’.
Se dirá que es un asunto lexical, pero no es así, es muy importante nombrar bien las cosas. “Constitucional” es lo que ocurre en el marco de un orden instituido y la constitución vigente es la estructura de ese orden. Constituyente es lo que se erige antes que nada en poder constituyente, es el gesto plenamente maduro y fundacional, aunque nunca exento de conflictividad, de una sociedad que se propone decidir ella misma de sus rumbos. De nuevos rumbos. En su momento no pareció tan importante, pero el pueblo pedía una “Asamblea Constituyente”, no una Convención Constitucional; En “convención” suena convencionalismo, convenio, conveniencia. El cambio de nombre fue, por supuesto, coherente con un cambio de espíritu, un cambio de sentido del proyecto global.

Se trató de salvar ese orden, que se creyó amenazado por las manifestaciones y afrontamientos, salvar el poder, salvar al gobierno de una caída inminente y así, en el fondo, se condenó el resto del proceso, poniendo en marcha un patológico péndulo que no cesará de oscilar de etapa en etapa.

Haber construido esa CC con la enorme mayoría que hubo para los cambios y luego haber diluido el deseo profundo de transformación social en una serie de tendencias categoriales, identitarias, sectoriales y étnicas, fue el fracaso de las fuerzas mal llamadas “progresistas”. No hubo un proyecto global inspirado en una filosofía política nueva, cada cual intentó tirar para su lado el carro, aprovechando su cuarto de hora de gloria.

La segunda etapa, comienza con la chocante aceptación de una “comisión experta” designada, que redactaría la base del proyecto, de la cual los “comisionados” elegidos no podrían alejarse, porque luego vendría la “comisión técnica de aceptabilidad” a corregir cualquier deviación. Una verdadera bofetada a la democracia: se le dice al pueblo en su cara: “Ustedes no saben, vamos a dejar el trabajo a los que saben”. Que eso haya ocurrido sin una revuelta masiva es un fracaso del cual la izquierda política es responsable. Hay que decir que dicha izquierda estaba apabullada por el Rechazo precedente y aferrada como a un refugio a las conmemoraciones de los 50 años del golpe de Estado, lapso en el que ilusoriamente pensó que sería la única voz audible.

Luego vino la instalación del restringido “Consejo Constitucional”, con amplia mayoría de ultraderecha, donde aquellos que no cesaron de acusar a la CC de parcialidad, de ideología, no se privaron de desplegar la más conservadora y parcial de las ideologías, aquella que asegura sus privilegios de clase y la preservación de la obra de la dictadura y del neoliberalismo.

Para volver sobre mi hipótesis, estos procesos constitucionales no pueden resolver la grave crisis estructural de las sociedades injustas, de maltrato y de exclusión, simplemente porque no quieren cambiar la sociedad.

El problema viene en gran parte del voto mayoritario con el cual se eligen representantes, lo que se llama la ‘democracia representativa’. Es eso lo que ya no sirve. Y eso fue lo propio de ambas etapas. En una verdadera Asamblea Constituyente, no es porque los representantes sean elegidos que tienen derecho a hablar en lugar del pueblo y redactar un texto entre cuatro paredes. Una AC es una estructura que posibilita la deliberación permanente y la participación del pueblo. Así como los parlamentarios actuales, LOS REPRESENTANTES ELEGIDOS NO REPRESENTAN EN REALIDAD AL PUEBLO, LO REEMPLAZAN. Todo el propósito de la democracia representativa es que el pueblo no tenga la palabra. Es la proyección política de quienes desconfían del pueblo y le temen. En otras palabras, los que no son verdaderos demócratas.

Por ello el proceso constitucional falló y Chile fracasó en esta etapa de su historia. Pero que nadie se equivoque o caiga en la depresión o la indiferencia, ni crea que continuando la política del odio y el miedo, de la descalificación, del péndulo y del resentimiento, va a resolver algo. Si se me permite un toque de optimismo: creo que la “clase política”, los partidos y sus arreglos, los parlamentarios y su cocinilla, salen aún más desprestigiados que antes.

Pensándolo bien, todo se hizo a su medida; todo lo que fracasó estaba construido según sus paradigmas: democracia representativa y tecnocracia elitista. Son ellos los que más estruendosamente fracasaron.

Ahora tenemos que volver atrás, a lo profundo, a las bases; los arreglines no sirvieron. Y para repensar profundamente las sociedades del futuro se necesita altura de miras, visión a largo plazo, generosidad y coraje. No es lo que se ha visto en los últimos cuatro años y en esto hago un llamado a mis colegas pensadores de la sociedad, filósofos… Cuando los procesos prácticos de cambios fracasan, se necesita teoría, se necesita filosofía. Repensar la sociedad, y para ello reconsiderar nuestro lugar como humanos en las sociedades complejas de hoy, y el lugar de las sociedades humanas en el ecosistema global de la vida en la Tierra. Si queremos que haya un futuro debemos concebir realmente sociedades justas, ecológicas y democráticas.

Yo sé que es de buen tono decir lo contrario: que “ya basta de teoría, que ahora queremos que se resuelvan los problemas inmediatos”. Lo siento mucho, pero esta posición fácil y populista es un error. No hubo suficiente teoría, pensamiento, ideas y debate de ideas; hubo ideología, doctrinas rígidas y posiciones partidistas y/o sectarias. La filosofía y la teoría política son otra cosa.

Hay que afrontar los problemas inmediatos, por supuesto, pero sin un pensamiento inmediatista. Hay que abordar la urgencia, por supuesto, es la tarea del gobierno; pero de la misma manera que no se envía a un enfermo crónico a un servicio de urgencias, sino se trata la globalidad de problema, sabemos perfectamente, porque lo hemos intentado mucho, que rellenar los baches, parchar las fisuras, no salva una construcción con malos cimientos y fragilizada por temblores, como es el caso de nuestra sociedad. LO MÁS URGENTE ES PENSAR EL LARGO PLAZO.

Si a esto se le llama pensamiento de izquierda radical o filosofía utopista, no tengo problemas. Yo sé que muchos amigos temen esas posiciones, pero repito: no es para mañana, ni tal vez para pasado mañana. Y no es con voluntarismo ni emociones que podremos avanzar en las ideas filosóficas, sino yendo a las raíces (eso es lo que significa ‘radical’). Y si no lo hacemos, lo mismo se repetirá tal vez las próximas décadas, y será de nuevo tiempo perdido. El “eterno retorno” en su más mala versión.

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