Sobre la inutilidad del «voto útil»

Por Daniel Ramírez, filósofo.

Las elecciones son un momento importante de la vida en democracia, sin duda, aunque no deberían ser la clave de todo. Cada cierto tiempo todo recomienza y es normal. Unos ganan, otros pierden, muchos se expresan, se contradicen; aunque la mayoría sigue, es arrastrada. Todo eso puede ser inmensamente mejorado, es el objeto de cierta filosofía política, en la que algunos trabajamos; pero por ahora es lo que hay.

Y regularmente vuelve este asunto del “voto útil”. A grandes rasgos, votar por alguien para impedir que un(a) otro(a) gane. Cuando no se habla de “cordón sanitario” o “barrera republicana”. El combustible básico de tales posiciones es el miedo; también la repulsión. “Todo menos” tal o cual. Otra manera de presentar esto es la teoría del “mal menor”.

Analizado en abstracto, sin poner nombres ni bordes políticos a este cuadro, se puede constatar que vale tanto para un lado como para el otro. Cada cual tiene sus demonios, su objeto de aversión, los unos son anticomunistas, los otros antifascistas. Y se trata de preferir el “mal menor”, porque tiene posibilidades, porque se calcula tal o cual cosa para la primera vuelta, y se especula tal o cual configuración para la segunda, o se prevé tal situación para el período que viene.

Aún sin determinar el lado, se puede inferir que nada muy bueno puede resultar de tal razonamiento. ¿Cómo desear que gobierne alguien que no nos gusta, simplemente para que no gobierne aquel que nos gusta aún menos?

A nivel de principios, lo primero que podemos decir es que es lo contrario de la democracia electiva: el voto significa la expresión de una preferencia. Si el resultado es la expresión de una aversión, lo que se olvida en esta idea es que es el gobierno del país (el país de todos) que se le entregará a quien en realidad no nos gustaría que gobierne. No es de extrañarse que luego, cuando pasa el tiempo, una impresión general de decadencia invade el campo de la política, el desencanto y la indiferencia se instalan. Hay que imaginar qué ejemplo se les da a los jóvenes que aún no votan; qué interés podría suscitarles la política si lo que han visto siempre es eso: cálculos, pesimismo, acomodo, voto a regañadientes.

Es hacer trampas. No en el sentido del fraude electoral, que felizmente es casi imposible hoy en día. Trampas hacia a mismo y a la democracia.

El cálculo puede ser correcto pero la decisión estar errada.

Luego, a nivel estratégico, está comprobado que no resulta. Siendo más preciso, si se trata de evitar el triunfo de la extrema derecha prefiriendo la derecha tradicional o una forma de tecnocracia neoliberal. En Francia, ya llevamos varias secuencias electorales que funcionan así; desde que un 80% votó “a regañadientes” por Jacques Chirac en 2002 para evitar que ganara J-M. Le Pen. Luego fue lo mismo dos veces con Macron, con porcentaje cada vez menor; hasta que esto no resulte. Porque tarde o temprano se acaba este recurso y lo que se quería evitar ocurre de todas maneras.

Otro ejemplo: la Argentina, que vota por odio al kirchnerismo. Se ve adónde todo eso conduce.

¿Tiene sentido retardar algunos años algo que ocurrirá de todas maneras? Tal vez se gana tiempo. ¿Pero tiempo para qué? Porque si no se hace de ese tiempo algo muy importante, capaz de invertir la dirección inexorable del movimiento (cosa que “el mal menor” no hará), lo que se produce en realidad es que cuando se produzca el cambio que se quería evitar, se produzca de manera más violenta.

Si la izquierda pasa su tiempo “protegiendo”, “preservando”, “defendiendo” o “consolidado”, aparte de constatar un efecto “mundo al revés” (una izquierda conservadora y una derecha que quiere cambios), es muy fácil prever que esto no se mantendrá por mucho tiempo.

Una larga lucha en la que nunca hay victoria posible sino la posibilidad de una derrota menos grave, no puede dar más resultados que un desánimo global y un desinterés por la política y por la sociedad misma. Individualismo, indiferencia, narcisismo y superficialidad van con todo este fenómeno.

La democracia electiva no sirve si no se vota con ilusión, con deseo, por no decir con amor.

El único “voto útil” es el que expresa una preferencia, un querer, una voluntad. Rousseau hablaba ya de “la voluntad popular”. El supuesto voto útil es todo lo contrario, una contra-voluntad, la voz de lo impopular.

Es verdad que la democracia está amenzada en muchas partes. Basta el ejemplo de los EE.UU., pero también en varios países de Europa y del mundo. Las medias tintas, el conservadurismo de las “izquierdas”, que merecen ampliamente las comillas, el cinismo de las derechas, que tiene muy poco que ver con el derecho, están favoreciendo la decadencia de la democracia.

¿Cómo extrañarse luego, de que generaciones posteriores prefieran otra cosa que esta democracia?

Ahora no es el tiempo de las reflexiones profundas (que tendrán que venir, si queremos que haya un futuro) sino de la convicción; a condición de que se expresen verdaderamente las convicciones y no los cálculos espurios, el deseo y no el miedo, la preferencia y no el odio.

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El Periodista